Este
fin de semana he estado en París. La ciudad del amor por excelencia, nunca me
defrauda con la belleza de sus edificios, la magia de sus calles, el encanto de
sus cafeterías, las tiendas de Le Marais, los artistas de Montmartre.. París es
especial. Pero como París, muchos otros
destinos no tan conocidos tienen algo único que no se puede leer en libros, ni
ver en fotos o reportajes. Viajar es la única manera de descubrir la infinidad
de secretos que cada lugar esconde. Y cuando digo viajar, no me estoy refiriendo
al concepto de viaje organizado en el que te conviertes en una oveja más de un
rebaño liderado por un guía turístico que suelta una retahíla de datos
históricos que te esfuerzas por retener y que jamás recordarás (eso si no eres
de los que desconectas al minuto). Tampoco me refiero a ese viaje
con eternas horas de autocar sometido a un inquebrantable horario, en el que está
calculado desde el tiempo y el lugar para comprar souvenirs hasta los minutos
destinados a hacer las fotos de rigor, con
el fin de no dejar sin tachar de la lista ni uno solo de todos los monumentos y
lugares señalados de la ciudad.
Viajar
va más allá. Viajar es perderse un monumento importante porque te dejaste
llevar por callejuelas. Es disfrutar tanto de un lugar que olvidaste hacerle
fotos. Es dejar tu huella en un sitio, y que ese sitio te marque para siempre. Viajar es
volver a casa y darte cuenta de que no eres el mismo que eras antes de
emprender el viaje. Da igual capitales europeas que pueblos recónditos, rutas
salvajes, chiringuitos en la playa, urbes plagadas de rascacielos, islas vírgenes
o ciudades de vacaciones… Cuanto más viajas, más conoces y más te das cuenta de
todo lo que te queda por conocer. Reconozco que he convertido los viajes en mi
mayor adicción, y a veces llego a agobiarme por el hecho de pasar una temporada
demasiado larga en mi ciudad.
Ayer
volvía después de un extraordinario fin de semana plagado de encuentros y momentos increíbles, en el que la perspectiva de
la semana que me esperaba era bastante poco alentadora. Sin embargo, después de
hora y media de vuelo sobrevolando los nubarrones que habían cubierto París
durante cuatro días sin parar, vi claramente cómo en Madrid lucía un sol
espléndido. El precioso arcoiris de la foto fue el único atisbo de sol que tuvimos durante nuestra estancia en París, en la que la lluvia y el frío fueron protagonistas. Me puse de buen humor, de repente me apeteció
volver. Salí del aeropuerto sin abrigo, mirando al sol como si llevase meses
sin verlo. Me monté en el coche y abrí las ventanas. Me dirigí con la mejor
compañía hacia el Retiro, y nos sentamos en una terraza a compartir anécdotas.
Disfruté del sol, del aire libre. De pagar 1,70 por un café en lugar de 5 que
cuesta en París. De dar un paseo, de hablar español. De las cañas un lunes. De
la tapas que acompañan a las cañas.
Mi
bisabuela siempre decía: “Le plus beau du voyage c´est encore le retour.”
Quizás llevaba razón.